Francia, febrero 2010
Antes de contar un poco sobre el viaje quiero agradecer a los miembros de
APFBA y especialmente al jurado, que eligió mi escrito. También quiero
destacar la preocupación de Graciela Asteinza, ya que gracias a ella, y a la
amabilidad de François y Carolina Lassabe, y a la generosidad de Beatriz
Rocheman, tuve la oportunidad de conocer París durante diez días. Estoy muy
agradecido por la gentileza con que me recibieron los miembros de la AMOPA y
por el tiempo y la amistad de todos los franceses, mejicanos, peruanos,
españoles, uruguayos y argentinos que encontré del otro lado del atlántico.
Saludo especialmente a Robert Lassègues, a Bernard de Monk d’Uzer, a su
prima Elisabeth Ricaud, a Hélène Sebat, a George Laudouar, a Michel y
Françoise Laborde, a Marina Lasssabe, a Albert y Marie Hélène Louvigné, a
Jean y Lucienne Chiama, a Pierre y Génévieve Aurisset, a Pierre y Françoise
Legendre; y a Marie-Marthe Escoubet. Son verdaderamente muchas las
personas que se ocuparon de mi estadía en Francia, les agradezco a todos.
El trayecto completo del viaje comprendió 15 días en el departamento de
Aquitania, especialmente en la región de los Pirineos Atlánticos, y diez días en la
capital. Los puntos principales del itinerario fueron Pau, Biarritz y París.
Biarritz
Cuando llegué al hall del aeropuerto, me dio la sensación de que la gente que me
esperaba buscaba a otra persona, a alguien mayor. Uno nunca acierta con las
expectativas que se hace sobre los demás. Recién llegaba y no sabía muy bien
qué decir o qué hacer -menos después de haber pasado 4 aeropuertos en 20
horas-; pero ya estaba todo previsto y mi viaje empezó en un ambiente de
cordialidad y de atenciones muy amables. Bernard de Monk d’Uzer me llevó a
hacer una breve recorrida por Biarritz. Pasamos por la zona de los hoteles y por
el casino. Eran más de las diez de la noche, la mayor parte de la gente está
acostada a esa hora en Francia y las calles estaban casi vacías. Vimos a una rubia
hermosísima bajar de un taxi y entrar apurada en un suntuoso hotel. Un camión
basurero se estacionó al lado de un contenedor. Un mecanismo automatizado
volcó su contenido en la prensa y lo colocó exactamente donde estaba. Llegamos
a un portón de madera verde. Nos bajamos ahí, que era donde iba a pasar la
noche. Charlamos un rato con lo dueños de casa. Me preguntaron sobre Messi,
sobre Maradona y sobre Kirchner. Me pareció que habían investigado un poco
antes de hacerme ciertas preguntas. Me indicaron mi habitación y me fui a
dormir. El celular había perdido su señal desde que salí de Buenos Aires así que
lo usaba sólo como reloj. Aunque entendía lo que representaban los números,
no podía saber realmente qué hora era ni cómo había llegado hasta ahí.
Desde el primer día en Francia anduve sin parar de un lado para el otro. Las
personas que me hospedaban me invitaban continuamente a todos lados: a
tomar cervezas, a comer, al cine, a celebraciones, a inauguraciones, a conciertos,
a museos y a festejos.
Biarritz es una ciudad turística, la capital del surf en el verano. Las personas que
vieron las fotos que traje me dijeron que se parece a Mar del Plata.
Antiguamente la mayor parte de sus habitantes eran vascos que se dedicaban a
la pesca, incluso a la pesca de Ballenas. Victor Hugo pasó por ahí antes de 1850;
vio a los pescadores meterse mar adentro en unos botecitos y a mujeres
descalzas limpiando pescado en la playa, las escuchó entonar canciones de
marineros y hablar mezclando palabras en francés y en español. Según dejó
escrito en su cuaderno de viaje, quedó encantado por el lugar; aunque tenía
miedo de que se pusiera de moda, que dejara de ser lo que era y se convirtiera
en una mala copia de París. Pocos años después, Napoleón III compró tierras
ahí e hizo construir el exuberante Hotel du Palais para Eugenia de Montijo.
Cuando murió Napoleón, Eugenia lo vendió a un banco de la capital. La familia
real de Inglaterra y varias figuras de la realeza pasaban sus vacaciones en
Biarritz. El Hotel fue incendiado y reconstruido. Desde la entrada del Hotel se
ve perfectamente la Iglesia Ortodoxa Rusa, que es otra de las edificaciones
monumentales de la ciudad. La mayoría de las casas de Biarritz retomaron el
estilo vasco con aberturas rojas, azules o verdes. Muchas de ellas están vacías
hasta la temporada de verano. El invierno es el tiempo de la construcción, las
remodelaciones y el mantenimiento. Durante la temporada invernal se pueden
ver decenas de casillas de obreros contratados para los trabajos. La población
que vive en la ciudad todo el año no alcanza las 30.000 personas. En general se
trata de gente mayor que adquiere una propiedad en ese lugar para pasar los
años de jubilación cerca del mar y de los baños termales. Entre las personas que
viven en Biarritz desde hace más de dos generaciones, escuché decir que la
ciudad se ha vuelto un centro de conferencistas.
Pau
Pau es una ciudad importante de la zona sudoeste de Francia, famosa por la
vista de los Pirineos que se tiene desde ahí. La ciudad fue fundada alrededor del
siglo XII al lado de un río que lleva el mismo nombre. Tres siglos después fue
sede del castillo de Enrique IV. Limita al sur con Jurançon, que es un lugar muy
conocido por la producción de vino blanco dulce -también se produce seco-.
Cerca de Pau se descubrió un yacimiento de gas y se instaló una fábrica de
motores de helicópteros. La población es un poco menor a la de Bahía Blanca -la
mayoría de los lugares no son muy grandes y están más cerca unos de otros-.
Una parte importante de sus habitantes son descendientes de agricultores. En
general son personas sencillas a las que no les cae bien la sofisticación de los
parisinos.
En Pau escuché que si se ven los Pirineos, está por llover; si no se ven, está
lloviendo. En cuatro días uno descubre que no es simplemente un dicho. Aun
así, vi el cielo azul en Gavarnie filtrándose por la Brecha de Rolando. (Según la
leyenda: después de la batalla de Roncesvalles, Rolando abrió esa brecha en la
montaña con su descomunal espada).
Cada miembro de la AMOPA que me hospedaba me llevaba a conocer algún
lugar. Así fue que visité el castillo de Enrique IV: vi las escenas de caza en los
tapices, los delicadísimos muebles persas, los jarrones chinos y las ventanas
desde las que se ven las cumbres más altas de los Pirineos. También entramos
en la catedral de Lescar y en pequeñas ciudades medievales, sin castillo ni
iglesia, en las que había fuentes de piedra que tenían tallado el rostro de Pan.
Un día George Laudouar me invitó a comprar vino a Jurançon. Gran parte de las
mujeres y los hombres que viven ahí forman parte de familias de viñateros que
conservan el oficio desde hace siglos. Cuando entramos me dio la sensación de
volver al pasado. Llegamos a una finca que se extendía una hectárea sobre una
colina. Estuvimos parados un rato, después golpeamos las manos. Una mujer
salió de un galpón de chapa, se sacó un guante y nos saludó. Hablamos
brevemente del tiempo y nos dijo que tenía cuatro vacas en ese galpón que había
conseguido hace poco. La mujer nos invitó a seguirla al otro lado de la casa -ya
conocía nuestro encargo que consistía fundamentalmente en vino blanco para
quesos y vino tinto para cazuela de mariscos-. Caminamos hasta una bodega
hecha con bloques de piedra y hasta una puerta en forma de ojiva. Entramos.
Nos hizo esperar ahí y descendió a la cava. Cuando volvió hablamos un rato
más. Por momentos no lograba seguir la charla entre la mujer y George
Laudouar, y me quedaba mirando cómo estaba construida la pared de la bodega
y la viga de madera de un metro de lado que sostenía el techo.
Con Marina Lassabe y un grupo de gente amiga de la región nos vestimos de
ovejas y carneros y desfilamos en el carnaval de Pau. No sé bien cómo se
encadenaron las circunstancias, pero en algún momento llegué al lateral de una
carpa gigante donde había gente envolviéndose en pieles de oveja. Esas
personas me disfrazaron también a mí, seguimos a la caravana y nos metimos
en una fiesta en el centro de la ciudad. Nos ganamos una comida y un vaso de
vino tinto por el espectáculo. Tomamos Jurançon y bailamos el folclore típico de
los vascos y los gascones. Después de la fiesta nos fuimos a un bar. Creo que
estuvimos hasta las 3. Volvimos caminando. Cruzamos el empedrado que forma
parte del casco antiguo de la ciudad y seguimos, no sé bien por dónde. Llegamos
a un paredón altísimo y extenso. Me dijeron que era uno de los laterales de la
cárcel. A unos metros de ahí había una puerta alta de madera un poco
estropeada por el uso. La puerta correspondía al edificio de departamentos
donde íbamos a pasar la noche.
Varios de los clichés que existen sobre los franceses son ciertos, especialmente
los que se refieren a la comida. La comida es algo muy importante en Francia,
uno lo puede notar simplemente en el cuidado que ponen en el vino, la manteca,
el pan o los quesos, que son verdaderos tesoros nacionales. Además de sus vinos
propios, la región de Aquitania tiene especialidades de altísima calidad como el
foie gras de Landas, el queso de cabra y de oveja. En Bearn el queso de oveja es
seco y salado casi como un queso de rayar, en País Vasco es más cremoso y se
come con mermelada de frutos rojos. Una de las comidas que más recuerdo es el
hígado de pato a la sartén. Sobre una piedra negra como las que se ven en los
techos de muchas casas bearnesas, dos pequeñas sartenes: en la izquierda, tres
hígados de pato enteros con rodajas de pan tostado dulce, en la derecha,
verduras también salteadas en grasa de pato. Todo acompañado con vino blanco
seco.
Además de Biarritz y Pau, estuve en Saint-Jean-de-Luz, Bayonne, Anglet,
Ascain, Espelette, Cambo, Saint-Jean-Pied-de-Port, Souraïde. Bénéjacque,
Lourdes, Gavarnie, Luz. Dax, Oloron, el puente de Orthez, Hossegor y
Capbreton.
Salvo Bayona (Bayonne), no conocía ninguno de esos nombres. Todos están en
un radio de pocos quilómetros y en una tarde pasábamos brevemente por
varios. A medida que los iba recorriendo pude ver: la costa, la arena
completamente cubierta por nieve, los veleros en los muelles y los pesqueros
artesanales en los embarcaderos. Los pasajes estrechos entre las casas, el
colorido de las ventanas, los puentes y las edificaciones que se reflejaban en el
río. Las casas blancas y rojas en las colinas, el verde de las pasturas, las
majaditas de ovejas, el maíz cosechado, las viñas y el río cruzando los bajos. Los
bloques de piedra en los dinteles, los techos de laja negra y los mercados en las
plazas, rodeadas de plátanos ornamentales.
Biarritz
Después de haber recorrido el sudoeste de Francia durante quince días, me
esperaba nada menos que París. Pierre y Françoise Legendre me llevaron hasta
el aeropuerto, pero primero fuimos por última vez al muelle. El día anterior
había nevado y ese día hacía 2 grados sobre cero. Vi a un hombre en sunga
caminando por la playa. Se metió al agua y se puso a nadar. Me explicaron que
era vasco. Pensé que no era sorprendente que los vascos se fueran a cazar
ballenas en unos botecitos a remo como el que se ve en el escudo de Biarritz.
Françoise Legendre entró conmigo al aeropuerto. En el hall me estaba
esperando Robert Lassègues. Llegué hasta el control de equipaje entre regalos,
llamadas de despedida y apretones de mano.
París
Como toda capital, París es una ciudad complicada, es un lugar en el que se
superponen y conviven mundos que simulan no tocarse. Uno puede circular por
ahí como turista o como estudiante, puede volver a su casa en un auto exclusivo
o en el tren. La ciudad fascina con encantos diferentes y diferentes miserias.
Los argentinos solemos decir con orgullo que Buenos Aires se parece a París,
pero los franceses no parecen estar de acuerdo, y dan argumentos precisos, por
ejemplo, la comparación del Riachuelo con el Sena. Aun así, no obstante todas
las diferencias que puedan exponerse, cuando llegué por primera vez al centro
de París tuve la impresión de encontrarme en una Recoleta magnífica. Esto
probablemente porque no tengo un lugar mejor para hacer ese tipo de
comparaciones. En todo caso esas comparaciones son un modo de entender
cómo se organiza el espacio urbano en la capital de Francia.
Una mejicana se había ofrecido a hospedarme en la capital, gracias a ella estaba
ahí. No tengo mejor forma de describirla que contar lo siguiente: A la salida del
aeropuerto, Beatriz no podía encontrar el tiquet del estacionamiento; así que
salió del auto y dio vuelta su cartera completa sobre el asiento del conductor. Se
formó ahí una pila de papeles, papelitos, monedas, frasquitos, cosméticos,
tarjetas y folletos entre los que debería estar el recibo de parkíng. Del otro lado
de ese montón de cosas estaba una mujer echando chingadas a cada uno de los
objetos de la cartera que no fuera el tiquet. Así entré a París, desconcertado por
una extraña familiaridad y con la garantía de poder sentirme como en mi casa.
Era Domingo, Beatriz me dejó cerca de Notre Dame y se fue a tomar algo con
unas compañeras de trabajo. Acordamos encontrarnos en uno de los puentes
dos horas después. Fui dar unas vueltas y encontré un teléfono público. Crucé
de un lado y del otro del Sena varias veces y fui a ver la catedral. En la entrada
de Notre Dame entendí en qué medida París es uno de los lugares más visitados
del mundo. Detrás de miles y miles de máquinas que capturan imágenes de cada
detalle de la arquitectura del edificio o de nada en especial, salen palabras de
todos los continentes.
La primera vez que entré en Aulnay sous Bois -el barrio donde me hospedaba en
París- fue por la autopista N°3. Era de noche y el camino estaba totalmente
oscuro. Lo poco que se podía ver era lo que iluminaba la luz baja de los autos, y
a los costados, las innumerables ventanas de los HLM. (Los HLM, Habitation à
Loyer Modéré, son complejos de vivienda económicos. Los primeros que se
construyeron tienen cierto parecido a los monoblocks del FONAVI).
No anduve mucho en auto por la capital, pero de mis viajes con Beatriz y de mi
experiencia como peatón me formé la idea de que los franceses son bastante
prudentes para conducir, incluso tranquilos. Creo que la única vez que escuché
la bocina fue en el auto de Beatriz.
En uno de esos viajes me contó sobre el Barón de Haussmann, que fue la
persona que hizo de París una metrópoli internacional y moderna. Haussmann
mandó tirar abajo las edificaciones medievales y muchísimas casas y ordenó la
construcción de los edificios monumentales que se pueden ver hoy. Algunas
personas denunciaron el presupuesto del que se sirvió para su proyecto. Parte
del nuevo plan de urbanización de París era hacer de la ciudad un lugar más
higiénico, limpiarlo para prevenir enfermedades y cualquier tipo de peste. Estos
cambios obligaron a la gente que vivía desde hacía mucho en el centro de París a
trasladarse a los lugares más lejanos de la urbe. La transformación de la ciudad
convirtió a Haussmann en alguien renombrado aunque no muy popular. De
hecho, Haussmann se volvió un personaje tan impopular que Napoleón III tuvo
que prescindir de sus servicios para evitar que se dañara más la imagen que los
ciudadanos tenían del Emperador.
Con el tren, el subterráneo y un mapa del transporte público, se puede ir a
muchísimos lugares. Así fui a varios sitios que forman parte del circuito
obligado del turista en París: El Arco del Triunfo, Champs Élysées, Invalides, el
obelisco que trajo Napoleón de Egipto, el puente Alexandre, Saint Michel, los
buquinistas, la Rue Pigalle, La inhóspita explanada de La Défence, Anvers, Le
Sacre Coeur, el barrio de los molinos. En ese barrio encontré un pizarrón que
ofrecía, como plato del día: pato con lentejas y un vaso de vino tinto.
También conocí El Louvre y pasé por ahí -creo- como la mayoría de los
extranjeros que no tenemos más de una o dos jornadas para visitarlo. Fueron
demasiadas impresiones en un tiempo muy breve. Me fui un poco aturdido del
museo cruzando Tuleries hasta el Sena y seguí la silueta de la torre hasta que me
encontré con uno de sus pies.
Una mañana en la que llovía demasiado como para andar caminando afuera,
viajé hasta François Mitterrand. Me acuerdo del paisaje de grúas altísimas rojas,
blancas, verdes, naranjas y azules. De un lado, una fábrica echando humo por
sus dos chimeneas, del otro, el edificio gigante de la Biblioteca Nacional. Pensé
si saldría otro tipo como Georges Bataille de ahí.
En general, como no conocía prácticamente nada, encontré muchos lugares por
casualidad. Y así, después de caminar un rato por la elegantísima zona del Palais
Royal, llegué, no sé bien cómo, a la Rue Vivianne. Caminé por esa calle casi
vacía, anonadado por la magnificencia de los edificios. La ex-Biblioteca
Nacional estaba cubierta de cintas y conos que indicaban obras de
remodelación. Del otro lado, un restaurant de grandes ventanales se preparaba
para recibir clientes. Caminé unos metros más y vi a un hombre tirado en la
vereda con una botella en la mano. Un poco más allá, el edificio de La Agencia
Francesa de Prensa, y al lado, la Casa de La Moneda. De ahí en adelante casas de
cambio con letreros en variadísimos idiomas hasta el final de la calle, que se
cierra con la fachada del Hard Rock Café.
Hace veinte siglos atrás, en Roma, una comida económica costaba lo mismo que
un librito de poemas de Marcial; hoy, en París, un café con leche tiene el mismo
precio que una edición usada de la poesía de Francis Ponge o las baladas de
François Villon.
Otro día caminé por Barbès, que es un lugar al norte de la ciudad donde se
monta uno de los mercados con los precios más económicos de París. Las
veredas estaban repletas de gente y ahí mismo se vendían sacos, remeras,
zapatos, zapatillas, bufandas, sombreros y gorros. Miré los cartelitos de cartón
pintado con fibra que indicaban los precios y pensé en la feria de Villa Domínico
y en el mercado itinerante de Quilmes.
La belleza de la ciudad parece ejercer una influencia sobre las mujeres, porque
desde Palais Royal hasta Gare du Nord -y aunque hablen idiomas de rincones
opuestos del mundo- las parisinas salen a la calle siempre cuidadosamente
arregladas. (Palais Royal y Gare du Nord son dos puntos muy diferentes de la
ciudad -recurriendo a otra comparación dudosa- algo parecido a Recoleta y
Estación Constitución).
Un poco más al sur de Gare du Nord está ubicado el conjunto de estaciones más
grande y complejo de París: Châtelet-Les Halles. Châtelet significa algo parecido
a castillito. Fue una fortaleza construida al borde del Sena, desde ahí vigilaba
uno de los puentes de París. Después se convirtió en una de las prisiones más
famosas de la ciudad. No cualquier condenado quedaba encerrado ahí, sólo
aquellos culpados de delitos especiales. Incluso no se trataba simplemente de
una cárcel, sino que además las autoridades del Châtelet enjuiciaban y
condenaban prisioneros. Ahí se dictó una orden que mandaba a François Villon
a la horca. Les Halles es el nombre del antiguo mercado central de París, el
abasto de la capital. Las estaciones están construidas en el lado opuesto de la
ciudad al que se encontraban la antigua cárcel del Châtelet y el mercado central,
pero de un modo u otro siguen repitiendo esos nombres.
Uno de los días que andaba por los pasillos del subterráneo, yendo de una
estación a la otra, me quedé escuchando a un argelino que tocaba la guitarra por
monedas; era muy bueno. No sé si estaba en Châtelet o en Les Halles, creo que
en Châtelet. Lo escuché un rato mientras miraba los carteles, las pegatinas y los
graffiti. Una cantidad increíble de gente circulaba por ahí todo el tiempo:
mujeres que trabajan en el servicio doméstico, mozos, cajeras, vendedores,
guardias nocturnos, administrativos… Un cartel luminoso anunciaba una
película con Jean Reno, una especie de comedia romántica sobre parejas que
iban de vacaciones o algo así. Sobre la cara de Reno estaba pegado un cartelito
circular en el que aparecía una caricatura del presidente encerrado en un signo
de interdicción.
Los últimos días volvía bastante temprano de París y llegaba a Aulney sois Bois
junto con una gran cantidad de inmigrantes: gente de Argelia, de Marruecos, de
Túnez, de Siria, de Libia, de Egipto, de Nepal. El grupo se iba dispersando en
departamentitos sencillos y bastante nuevos, y en casas que me hacían acordar a
Villa Harding Green en Bahía Blanca. Empecé a sentir que también tenía que
volver a casa.
Pensé en la suerte que había tenido, en cómo había pasado por los aeropuertos
de Buenos Aires, de Madrid, de Biarritz y de Orly, como si supiera realmente lo
que hacía. Cómo había estado yendo y viniendo de un lado para otro de París sin
confundirme de tren y eligiendo la puerta adecuada de las estaciones.
Cuatro semanas antes me había tocado ir hasta Ezeiza con cuarenta grados de
calor, ahora me tocaba ir a Orly lloviznando y con frío. Llegamos rapidísimo al
aeropuerto, cosa que era esperable yendo con Beatriz. Cuando entramos había
colas demasiado largas en las oficinas y parecía que algo andaba mal. Me
dijeron que el vuelo había sido cancelado por una huelga de controladores
aéreos. No podíamos hacer mucho en esas circunstancias, así que volvimos a
Aulnay sous Bois; y como tenía un tiempo más para andar por ahí, traté de ir a
los lugares que habían quedado pendientes.
Durante ese tiempo extra que me quedé en París, las cosas no funcionaban muy
bien en general. Seguí varias veces las direcciones equivocadas en el subterráneo
y erré por estaciones que no eran. Cuando llegaba finalmente a algún lado,
estaba cerrado. En algún momento perdí la libreta dónde iba haciendo las
anotaciones del viaje.
En una oportunidad entré en un localcito de comida griega para escapar un rato
de la lluvia. El pizarrón ofrecía un menú por 7 euros que incluía una gaseosa de
350 cm3. Eso es prácticamente lo más barato que se puede pagar una comida en
París. El lugar tenía dos mesas redondas en las que cabía holgadamente una
bandeja de comida. Lo atendía un solo hombre que cobraba, cocinaba y sacaba
los pedidos. Buen día, un menú por favor. Buen día, 7 Euros. Inmediatamente el
hombre calentó un disco de pan en una plancha y cortó trozos de pollo sobre ese
pan. Hizo un cono con el disco y lo puso en una bandeja de plástico sobre un
papel. Al lado colocó una bolsita de papas fritas y me indicó que eligiera una
gaseosa. Elegí. ¿Salsa común o picante? ¿Cuán picante puede llegar a ser una
salsa picante? -pensé-. Picante. Ok. El Hombre depositó de un solo golpe una
cucharada sopera de una pasta roja luminosa al lado de las papas fritas, sobre el
papel. Me fui a sentar a una de las mesas con el menú y el hombre se puso a
mirar la lluvia. Me di cuenta de que la canción de fondo era “Angel” de Rolling
Stones. El sonido venía de unos altavoces que colgaban de la pared pintada de
azul. Desde ahí avanzaba suspendido gravemente por el oxígeno del lugar,
cargado por la humedad y la fritanga. Me dediqué a untar papas con salsa
picante y a escuchar Rolling Stones. En el lapso de unos segundos había perdido
la capacidad de diferenciar los sabores, lo cual en el orden de cosas que venían
pasando, me pareció totalmente lógico. Traté de terminar el menú y me fui.
Barajas (Madrid)
Volver no fue algo tan simple. Había logrado zafar a medias de la huelga de
controladores aéreos y llegué a Madrid sin lugar asignado en el trayecto hasta
Buenos Aires. Hice el check in con varias horas de anticipación y me dijeron que
eso me jugaba a favor. Me dieron un tiquet de embarque igual a todos los otros,
la única diferencia era que en el casillero del asiento no había números y letras
sino que aparecía impresa la sigla SBY. Esperé. Esperé mucho tiempo a una
velocidad muy lenta. Fui a un teléfono público. Las tarjetas de teléfono que tenía
no funcionaban en Madrid. Envié un mail. Seguí esperando. Comí algo. Fui a la
puerta de embarque y esperé ahí. Se empezó a llenar de gente. Fui encontrando
a otras personas con esos tiquets ambiguos en la mano. Éramos cinco; la sigla
decía que estábamos en Stand By. Teníamos que esperar que subieran todos los
pasajeros con asiento asignado, y después, si quedaba algo, nos ubicaban. El
grupo de gente fue disminuyendo. Iban pasando mientras nosotros mirábamos.
Cuando estaban subiendo los últimos dos, apareció una chica muy linda. Los
cinco que estábamos ahí -y probablemente los dos que estaban por subir al
avión y el asistente de embarque- posamos un momento los ojos en su escote.
Parecía que la chica no se daba cuenta de nada y sonreía como si el escote no
fuera de ella. Le hizo unas preguntas al asistente de embarque. Por el acento era
española y estaba en la misma situación que nosotros. Mientras la chica
hablaba, el asistente bajó la mirada un instante, sus ojos fueron directamente al
escote y volvieron inmediatamente a la altura de la cara de la chica. La chica no
había dejado de sonreír y el asistente de embarque sonreía también. El asistente
le dijo amablemente que pasara a primera. Nosotros estuvimos ahí parados un
rato más, quizá 5 minutos, quizá un poco más. Tú y Tú, arriba, ¡vamos! ¡vamos!
En el apuro me confundí de manga y subí por el pasillo de primera. La chica ya
estaba sentada y tenía puesta una camperita. Me ignoró categóricamente. La
azafata me pidió el tiquet, me acompañó hasta la sección económica y me indicó
dónde debía sentarme.
Buenos Aires
Cuando el avión aterrizó finalmente en Ezeiza me pareció que las cosas
empezaban a funcionar bien. Hicimos todo el circuito por migraciones y fuimos
a buscar los bolsos. Varios de los que estábamos ahí esperamos un rato largo
hasta que se acercó el encargado de equipaje y nos informó que nuestras cosas
habían quedado en España hasta que otro avión la trajera. Alguien dijo que en
Ezeiza eran todos chorros y que nos iban a afanar todo lo que teníamos en las
valijas. Lo dijo lo suficientemente fuerte como para que lo escucháramos todos,
incluido el encargado de equipaje. En ese momento no me importaba
demasiado el asunto de los bolsos, ya estaba en Buenos Aires, no había una sola
nube y hacía más de 25 grados.
A la noche recuperé las cosas, traté de viajar con pocas y de no volver con
demasiadas: una pila de ropa sucia, unos zapatos que no usé nunca, discos,
fotocopias, libros y algunos regalitos. Tenía una botella de vino que recibí en
una viña de Jurançon, un queso de oveja del País Vasco y varias latas de foie
gras Lafitte, obsequio de Robert Lassègues.
Varios días después me acordé que cuando estuve en Ezeiza a la ida, el viaje se
había demorado por un grupo de quinceañeras que viajaban a Disney. En la
espera del abordaje un francés me había contado que sufrió demoras de hasta
dos días, que todo eso eran cosas habituales de los viajes, pasaban todo el
tiempo en todos lados; lo mismo me dijo un español en Madrid. Me había
olvidado, ahora me acuerdo.
Pensando otra vez sobre la consigna del concurso, sobre los vínculos entre
Francia y la provincia de Buenos Aires, agregaría, simplemente como un
comentario, que mientras estuve en Pau me sorprendió mucho conocer la
cantidad de personas que tienen una parte de su familia en la provincia de
Buenos Aires. La influencia de España en esa zona, aunque es lógica por la
vecindad, también es algo llamativo. Por lo menos a mí me llamaron la atención
las banderas a rayas rojas y amarillas que se ven en los valles gascones, además
de las costumbres comunes de la agricultura, las corridas de toros y las palabras
en español que constantemente suenan en la región.
Nicolás Jarque